Este
artículo está dedicado al que, desde un punto de vista subjetivo pero probablemente
acertado, es el mejor rincón de la Sierra de Guadarrama. Es más, puestos a que más
de uno me tache de exagerado, añadiré que es posiblemente el paraje natural más
sobresaliente de toda la Comunidad de Madrid. Razones para tal afirmación hay
de sobra, y aquellos que ya hayan presenciado su belleza estarán indudablemente
de acuerdo conmigo.
El recorrido, como
muchos otros que parten o discurren por el término municipal de la Villa de
Rascafría, da comienzo en el Monasterio de Santamaría de El Paular, un templo
de origen Cartujo que alberga en su claustro una impresionante colección de
lienzos, todos ellos obra del pintor Vicente Carducho, y que, con la
desamortización de Mendizábal, fueron expropiados para que el destino volviese
a juntarlos 170 años después, en el lugar para el que originalmente fueron
creados. El monasterio se ha convertido en un recurso turístico de primer
orden, por lo que su visita habría que tenerla en cuenta como una parte más del
itinerario. Abstenerse de hacerlo los jueves, pues está cerrado.
Para continuar hay
que cruzar el Puente
del Perdón , otro importante recurso cultural que salva las
aguas del río Lozoya. El nombre del susodicho puente nos conduce al siglo XIV,
cuando los reos que iban a ser sentenciados a muerte tenían aquí la oportunidad
de dar sus últimas alegaciones y que les conmutaran la pena. Si eso no sucedía,
unos kilómetros más arriba, camino también a las cascadas, les esperaba
impaciente el destino bajo el techo de la Casa de la Horca.
Habiendo llegado ya
al área recreativa de las Presillas, y bordeando ésta a mano izquierda, comienza,
tras una valla, el verdadero camino natural que se adentra en el valle. Ojo a
las bifurcaciones, pues nos encontraremos varias a lo largo del recorrido. No
obstante, el camino está completamente señalizado con un cartel azul con las
palabras “Cascadas del Purgatorio”, que jamás nos puede inducir a error.
Sólo las vacas siguen
nuestros movimientos, muy atentas con la mirada, mientras atravesamos los
Robledales. Se evidencia, y mucho, el uso que los madrileños hemos dado a la
madera de roble, pues los claros que nos vamos encontrando así lo
demuestran.
Ya por aquí nos vamos
tropezando con la primera de las bifurcaciones: hasta el turista más inexperto
comprobará como las balizas de la
Ruta Verde 1 se escapan por la derecha, camino a la Casa de
la Horca y al Puerto de Cotos, mientras por la izquierda nuestro famoso cartel
de color azul nos recuerda la dirección correcta. Aquí es cuando nos despedimos
del tortuoso camino que habían de seguir los reos (jocoso el hecho de que un
simple desvío separase para ellos el Infierno del Paraíso). También, desde este
momento, nos comenzamos a alejar del río Lozoya para que nos dé la bienvenida
el río Aguilón, el afluente que se encarga de suministrar de agua a las
cascadas.
Se nota como la
pendiente comienza a ser más pronunciada, pero lo agradecemos por las
maravillosas vistas que la altura nos brinda: tras volver a coger el camino de
la izquierda y dejar atrás las balizas de la Ruta Verde 6, que
empinadísima se dirige al Puerto de la Morcuera, podemos divisar, siempre y
cuando nos lo permitan las copas de los árboles más cercanos, el imponente Pico
de Peñalara. Ahora el camino vuelve a bajar, buscando de nuevo el cauce del río
Aguilón. Y es aquí, señoras y señores, cuando comienza lo realmente bueno. La
fuerza de la naturaleza consiguió que un río se abriese paso partiendo una
montaña por la mitad, o eso es lo que parece. Los Cortados de Majada Grande
permiten su paso mostrando todo su respeto, y el agua no pierde la oportunidad,
jugando con las rocas y formando saltos, pozas y pequeños islotes.
Nosotros también nos
adentramos en los Cortados, dejando la pista forestal por la que hemos ido para
coger el sendero que no se despega del río. Cuidado si habéis elegido un día
lluvioso, ya que pasaremos por ciertos tramos de rocas y nos podríamos llevar
un disgusto si nos resbalamos. La música del agua nos acompaña mientras nos
debatimos de forma inconsciente a dónde debemos dirigir la mirada. Las paredes
verticales de los Cortados, que nos protegen cual la más acogedora de las
viviendas, las pozas y saltos del río, el musgo, las rocas, los árboles verdes
y humedecidos, con tonos amarillentos y marrones propios del otoño, las vacas,
que aprovechando su inusitada libertad te observan incrédulas cómo las rodeas
para no importunar sus descansos justo en medio de tu sendero, y algunos
excrementos de tamaño más que considerable y colocados en estratégicos lugares,
compiten entre ellos y nos ponen difícil la tarea de elegir a un vencedor en el
que centrar nuestra atención. Por cierto, respecto a lo último que dije,
tenedlo en cuenta, pues el que avisa no es traidor.
Tras sólo unos
minutos, en total armonía, llegamos a nuestro destino, y el mirador de madera
al que accedemos nos confirma la meta. Ahora es momento para que los sentidos
comiencen a trabajar a pleno rendimiento para captar los infinitos estímulos que
esta escena produce. La subjetividad de cada uno podrá diferir en las
sensaciones que se experimentan ante semejante espectáculo, pero todos los que
ya han estado afirman que, como si de un hechizo de la más fantasiosa brujería
se tratase, la mente se queda en blanco, y encima lo agradeces.
La ruta, al no ser circular,
habrá que deshacerla, seis kilómetros de libertad y un maravilloso recuerdo que
traer de vuelta a casa. ¿Volverías de nuevo alguna vez? La respuesta es obvia,
todos lo hacen.
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