martes, 10 de diciembre de 2013

LIBERTAD Y NATURALEZA EN LAS CASCADAS DEL PURGATORIO


Este artículo está dedicado al que, desde un punto de vista subjetivo pero probablemente acertado, es el mejor rincón de la Sierra de Guadarrama. Es más, puestos a que más de uno me tache de exagerado, añadiré que es posiblemente el paraje natural más sobresaliente de toda la Comunidad de Madrid. Razones para tal afirmación hay de sobra, y aquellos que ya hayan presenciado su belleza estarán indudablemente de acuerdo conmigo.  
El recorrido, como muchos otros que parten o discurren por el término municipal de la Villa de Rascafría, da comienzo en el Monasterio de Santamaría de El Paular, un templo de origen Cartujo que alberga en su claustro una impresionante colección de lienzos, todos ellos obra del pintor Vicente Carducho, y que, con la desamortización de Mendizábal, fueron expropiados para que el destino volviese a juntarlos 170 años después, en el lugar para el que originalmente fueron creados. El monasterio se ha convertido en un recurso turístico de primer orden, por lo que su visita habría que tenerla en cuenta como una parte más del itinerario. Abstenerse de hacerlo los jueves, pues está cerrado.
Para continuar hay que cruzar el Puente del Perdón, otro importante recurso cultural que salva las aguas del río Lozoya. El nombre del susodicho puente nos conduce al siglo XIV, cuando los reos que iban a ser sentenciados a muerte tenían aquí la oportunidad de dar sus últimas alegaciones y que les conmutaran la pena. Si eso no sucedía, unos kilómetros más arriba, camino también a las cascadas, les esperaba impaciente el destino bajo el techo de la Casa de la Horca.
Habiendo llegado ya al área recreativa de las Presillas, y bordeando ésta a mano izquierda, comienza, tras una valla, el verdadero camino natural que se adentra en el valle. Ojo a las bifurcaciones, pues nos encontraremos varias a lo largo del recorrido. No obstante, el camino está completamente señalizado con un cartel azul con las palabras “Cascadas del Purgatorio”, que jamás nos puede inducir a error.
Sólo las vacas siguen nuestros movimientos, muy atentas con la mirada, mientras atravesamos los Robledales. Se evidencia, y mucho, el uso que los madrileños hemos dado a la madera de roble, pues los claros que nos vamos encontrando así lo demuestran. 
Ya por aquí nos vamos tropezando con la primera de las bifurcaciones: hasta el turista más inexperto comprobará como las balizas de la Ruta Verde 1 se escapan por la derecha, camino a la Casa de la Horca y al Puerto de Cotos, mientras por la izquierda nuestro famoso cartel de color azul nos recuerda la dirección correcta. Aquí es cuando nos despedimos del tortuoso camino que habían de seguir los reos (jocoso el hecho de que un simple desvío separase para ellos el Infierno del Paraíso). También, desde este momento, nos comenzamos a alejar del río Lozoya para que nos dé la bienvenida el río Aguilón, el afluente que se encarga de suministrar de agua a las cascadas.
Se nota como la pendiente comienza a ser más pronunciada, pero lo agradecemos por las maravillosas vistas que la altura nos brinda: tras volver a coger el camino de la izquierda y dejar atrás las balizas de la Ruta Verde 6, que empinadísima se dirige al Puerto de la Morcuera, podemos divisar, siempre y cuando nos lo permitan las copas de los árboles más cercanos, el imponente Pico de Peñalara. Ahora el camino vuelve a bajar, buscando de nuevo el cauce del río Aguilón. Y es aquí, señoras y señores, cuando comienza lo realmente bueno. La fuerza de la naturaleza consiguió que un río se abriese paso partiendo una montaña por la mitad, o eso es lo que parece. Los Cortados de Majada Grande permiten su paso mostrando todo su respeto, y el agua no pierde la oportunidad, jugando con las rocas y formando saltos, pozas y pequeños islotes.
Nosotros también nos adentramos en los Cortados, dejando la pista forestal por la que hemos ido para coger el sendero que no se despega del río. Cuidado si habéis elegido un día lluvioso, ya que pasaremos por ciertos tramos de rocas y nos podríamos llevar un disgusto si nos resbalamos. La música del agua nos acompaña mientras nos debatimos de forma inconsciente a dónde debemos dirigir la mirada. Las paredes verticales de los Cortados, que nos protegen cual la más acogedora de las viviendas, las pozas y saltos del río, el musgo, las rocas, los árboles verdes y humedecidos, con tonos amarillentos y marrones propios del otoño, las vacas, que aprovechando su inusitada libertad te observan incrédulas cómo las rodeas para no importunar sus descansos justo en medio de tu sendero, y algunos excrementos de tamaño más que considerable y colocados en estratégicos lugares, compiten entre ellos y nos ponen difícil la tarea de elegir a un vencedor en el que centrar nuestra atención. Por cierto, respecto a lo último que dije, tenedlo en cuenta, pues el que avisa no es traidor.
Tras sólo unos minutos, en total armonía, llegamos a nuestro destino, y el mirador de madera al que accedemos nos confirma la meta. Ahora es momento para que los sentidos comiencen a trabajar a pleno rendimiento para captar los infinitos estímulos que esta escena produce. La subjetividad de cada uno podrá diferir en las sensaciones que se experimentan ante semejante espectáculo, pero todos los que ya han estado afirman que, como si de un hechizo de la más fantasiosa brujería se tratase, la mente se queda en blanco, y encima lo agradeces.
La ruta, al no ser circular, habrá que deshacerla, seis kilómetros de libertad y un maravilloso recuerdo que traer de vuelta a casa. ¿Volverías de nuevo alguna vez? La respuesta es obvia, todos lo hacen.

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